No recuerdo dónde escuché eso de que tu primer trabajo tiene que ser horrible, pero creo que
es verdad. Claro, trabajo formal, no servir frozen yogurth en el centro comercial mientras estudias prepa o esa
clase de empleos que salen en las películas de Disney Channel y que te hacen
creer que la vida apesta. No: yo hablo de tu primer trabajo después de la
universidad, cuando crees que estás lista para comerte al mundo.
Cuando me gradué de Wellesley, mi
espíritu era como el de protagonista de chick-flick
hollywoodense. Me quería mudar a Nueva York, conseguir una pasantía increíble
en una editorial o un periódico, escalar puestos rápidamente y ser súper
exitosa antes de llegar a los 30. Bang. Mi plan era a prueba de bombas. Pero
claro que el destino entró en la jugada y mi plan de fue al demonio, pero
entonces recordé que nada bueno puede venir sin que llegue algo malo primero.
Fue así como decidí internarme en la jungla de concreto, con muchas copias de
mi currículum en la bolsa y todo el aplomo que poseía.
La espera es lo más doloroso que
existe, sobre todo cuando estás sola. Y sí, mi mejor amiga era mi roomie y mis
papás estaban a una hora de camino en tren, pero no sabes lo que es la soledad
hasta que pasas los días viajando en metro, rodeada de extraños, entregando CVs
en las recepciones de los edificios mientras tú estás segura de que es inútil
porque las tipas tienen cara de que van a tirar tu carpeta al basurero tan
pronto te des la vuelta. La frase “Nosotros te llamamos” es lo más triste que
puedes escuchar. Te abate entera.
Pero decidí no rendirme sin
pelear. Busqué espacios como freelance
en revistas universitarias y los conseguí. Empecé a salir con Maggie para poder
hablar con otras personas; ella es artista plástica, así que tal vez sus amigos
podían conocer a otras personas y justo así fue. En una fiesta conocí a un
chico cuyo mejor amigo tenía un roomie que llevaba poco tiempo en una agencia
de publicidad y les urgía una correctora de estilo. Como eso me sonó a trabajo,
me comuniqué con el susodicho a primera hora de la mañana. Al parecer sí
estaban muy necesitados de alguien, porque quisieron que me presentara ese
mismo día para una mini-entrevista. ¿Quién era yo para juzgarlos si tal vez
terminarían pagándome? Me arreglé y llegué pronto en metro, no había mucho
pierde.
Era un negocio pequeño, se notaba
que llevaban poco tiempo en el mercado, pero el lugar parecía agradable. En
cuanto entré, un muchacho se me acercó:
–¿Puedo ayudarte en algo?
–Me pidieron que viniera para una
entrevista –dije–. Mi nombre es…
–¡Ah, tú debes ser Juliana! –argh,
cómo odiaba que pronunciaran mi nombre con su acento estadounidense. Me contuve
de soltar un golpe y asentí–: Pasa por acá.
No me ofrecieron ni café ni
galletas, pero no estaba en posición de ser exigente. Me senté frente al
escritorio mirando a mi alrededor: todo era minimalista, blanco, lleno de luz,
muebles contemporáneos. Bonito.
–Entonces, Juliana –ahí estaba
otra vez–. ¿Te interesa el puesto de corrección de estilo?
–Sí.
–¿Y tienes experiencia?
–No es profesional, me titulé en
junio apenas –era septiembre–. Pero sí podría hacer el trabajo.
–Verás, el puesto lo necesitamos
de urgencia, pero necesitaríamos que también desempeñaras funciones de
secretariado –mencionó como quien no quiere la cosa. Yo lo miré a los ojos:
–¿Secretariado?
–Sí, ya sabes: contestar
teléfonos, enviar correos, ese tipo de cosas. Sería poco, por supuesto, es más
bien rutinario, todo hacemos esa clase de cosas, incluso –iba a seguir
hablando, pero se quedó estático mientras se escuchaban unos gritos dentro de
una salita que estaba a unos tres metros de distancia. Él puso tal cara de
pánico y sólo se hizo chiquito en su silla, casi como si quisiera mimetizarse.
De pronto todo (y es en serio cuando digo todo, fue TODO) en la oficina tembló:
–¿ES QUE NO SABES HACER NADA?
–¡NO, EL QUE NO SABE HACER NADA
ERES TÚ!
–¡SON UNOS INÚTILES! ¡ME HARTA
TENER QUE TRABAJAR CON USTEDES!
–¿CÓMO ES POSIBLE QUE TE PASARAS
CUATRO HORAS HACIENDO ESE DISEÑO?
–¡EL TUYO NO FUE MEJOR, ES UNA
PORQUERÍA!
Dos chicas salieron como echando
chispas de la salita. Adentro, dos tipos se seguían gritando, mientras que uno
salió y se acercó con quien me estaba entrevistando (dos semanas después supe
que se llamaba Adam):
–¿Qué estás haciendo? ¿Ya
confirmaste lo que te pedí?
–Sí –¡Dios, estaba temblando! –,
y la estoy entrevistando para el puesto de…
–¿Te graduaste de la universidad?
–no lo dejó terminar, me miró fijamente.
–Sí. De Wellesley.
–Estás contratada, imprime los
papeles y que los firme. Dile todo lo que tiene que traer. Mañana empiezas,
9:00 en punto –y se fue a encerrar otra vez a la salita, probablemente a seguir
gritando. Algo muy dentro de mí me decía que debería salir corriendo y nunca
regresar, pero ahí me tenían al día siguiente sentadita en el escritorio de mi
primer trabajo formal.
A las tres semanas estaba
arrepentida. Aunque la decoración de la agencia era extremadamente bonita, el
ambiente era insoportable. Los so-called
publicistas se gritaban de diario una sarta de estupideces con la que no podía
lidiar, todo era motivo de discusión: no se podían poner de acuerdo en el tipo
de letra, en los colores, en los diseños, en las frases, ¡en nada! Incluso
tenían que pelear por lo que no era trabajo, como la comida que iban a pedir o
el hecho de que una de ellas estaba saliendo con uno de la oficina y se había
acostado con otra persona (ah, porque era inevitable enterarte de las
intimidades de todos aunque ni te supieras sus nombres).
La vida laboral era como un
infierno. Primero que nada, porque lo de correctora de estilo era una mentira y
los publicistas nunca tomarían en cuenta mis sugerencias o cambios porque se
creían los amos del mundo de la mercadotecnia. La verdad es que era su
secretaria/recepcionista que se vestía bonito y a la que le gritaban cuando
algo no salía bien. Me asfixiaba tanto estar adentro de ese lugar que dejé de
enojarme cuando me mandaban a traerles comida porque ansiaba respirar otra cosa
que no fueran tensiones.
¿Y para qué me iba a servir todo
eso? Para nada. Me limitaba a hacer mi trabajo dentro de la oficina para no amargarme
ni sentirme muy adentro de todo. La verdad es que los odiaba, no entendía cómo
podían trabajar así y no hacer nada al respecto. A mí me trataban con la punta
del pie y qué decir de Adam: era su comidilla. Yo era la inútil, la tardada, la
que ni siquiera podía contestar una llamada… no me importaba, porque sabía que
no era cierto. Tenía mis pequeñas venganzas en contra de ellos: hacía más
tiempo del necesario para ir por sus mandados, me tardaba en el teléfono,
imprimía cosas que yo escribía en lugar de sus odiosos memos, tal vez con la
intención de que me corrieran o algo, ¡pero no hacían nada! Lo más probable es
que supieran que nadie iba a aguantarles sus gritos e insultos como yo, pero todo llega a su límite. Mi paciencia se agotó
en febrero, cuando ya llevaba cinco meses trabajando para ellos. Fue entonces
cuando empecé a moverme y llegó la llamada que de la que ya les hablé.
Pero no me arrepiento de haber
estado ahí. Aprendí muchas cosas.
No es cierto, sí me arrepiento.
No aprendí nada.
Odio por siempre a los “publicistas”
de la agencia.
¡Estoy feliz por ya no trabajar
ahí!